The yellow - cloaked woman                        May - Jun / 95

A Viviana. - 

Cada año que pasa admiro más al Tiempo. Mi cuerpo es lento ahora,
no como antes; no como antes. Se me van los años y se van llevando
mis reflejos, mi fuerza. El Tiempo los toma y corre más rápido.
Pasan los años y me van dejando recuerdos, plácidos recuerdos. El
Tiempo fluye; siempre, en el reloj, parece que los últimos granos
de arena caen más rápido. Y ahora, aquí junto al fuego se me ha
ocurrido que no desearía terminar mis días sin antes contar la
historia, mi rosario de recuerdos, cada cuenta un recuerdo; pienso
ahora rezarló para que la historia no se olvide.

Todo comenzó un día en que me encontraba junto al fuego como ahora.
Veía las llamas tostar la carne de un pequeño animal, mi alimento,
mientras el humo de los leños subía entre las hojas secas de los
árboles. Era un Otoño hace mucho tiempo. Era una tarde tranquila
y fresca, y yo estaba sentado fuera de mi cabaña a un lado del
camino que cruzaba el bosque.

Miraba las flamas y miraba mi pequeña presa y me preguntaba si su
espíritu albergaba tristeza o alegría al ver su carne cocida y
pronto devorada por mí, cuando empecé a escuchar el sonido tenue
de los cascos de un caballo. Con el tiempo el sonido acrecentó y
se materializó en una vaga sombra. La sombra se fue acercando y
llegué a ver la silueta de un jinete montado en un majestuoso
corcel, un jinete cubierto con capa y capucha de tela limpia y
color amarillo.

"Alto! mi señor, buenas tardes" dije incorporándome al acercarse
más la figura.

"Buenas tardes, lamento no obedeceros pero debo marchar hasta el
anochecer" me contestó una voz extraña aun más cerca.

"Alto mi señor! Yo lo lamento más porque nadie pasa por aquí sin
detenerse a elevar una plegaria por mi hermano y mi maestro so pena
de perder la vida" repliqué interponiéndome en el camino de la
figura montada.

Al momento la figura desmontó, mas no se detuvo, y entonces
escuché: "Creéis que podéis quitarme la vida?" en un tono calmado,
pero sorprendido, y con cierta fascinación.

"No os conozco, pero yo a mí sí. Os juro que si no os detenéis de
inmediato mediremos fuerzas y más temprano que tarde sacaré en
claro si hice bien en preveniros... o debisteis voz" dije mientras
sostenía mi arma entre las manos.

Entonces la voz extraña contestó: "A decir verdad pocas han sido
las personas que se han interpuesto entre mi y mi destino y todas
han pagado caro su vanidad. Tu desafío realmente me tienta,
quisiera ver como una caña parte mi espada, pero traigo prisa y no
acabo de decidir qué será más ágil: si acabar con vos u orar por
aquellas gentes".

"Es una vara de bambú y, en esta materia consejo no puedo dar. Mas
os aseguro que si lo primero escogéis no seré yo quien detenga la
contienda, primero caeré" repuse.

Entonces la figura se detuvo y, de entre sus ropas levantó una
brillante cimitarra para luego abalanzarse sobre mí. El movimiento
fue preciso y cegadoramente veloz. Mi movimiento fue preciso y
escasamente más veloz, con él logré desviar su golpe tal como se
me fue enseñado. Mi atacante dio un traspié e inmediatamente se
detuvo. "Ahora os creo" dijo luego de pasar un momento, hizo una
venia y guardó la cimitarra bajo su capa. Luego añadió "Cuál debe
ser el motivo de mis plegarias?".

De haber continuado el combate no podría asegurar su resultado
final. Frente a mí se encontraba el oponente más formidable que
hasta entonces conocía. Y todo esto lo descubrí con ese único
golpe, y con esa única pregunta. Mi respuesta fue: "Mi hermano
perdió el juicio, pide al Padre que se lo devuelva, y pide
compasión del Padre para él, y pide perdón para sí mismo". "Mi
maestro perdió la vida, pide al Padre que se la devuelva. Su hora
no había llegado todavía". "Seguidme".

Entonces dirigí al guerrero hasta el lugar donde había enterrado
el cuerpo mi maestro y lo dejé solo. Volví a la fogata e ingerí mi
comida. Pasó el tiempo y el guerrero no volvía; presentí que sus
plegarias a mi favor ya habían terminado; presentí que eran sus
propias preocupaciones y peticiones las que entonces se elevaban
hacia el Padre. Terminaba de apagar el fuego cuando, al mirar al
cielo, presencié la aparición de la primera estrella de la noche;
pedí me deseo y entonces apareció la figura.

Le dije: "Está anocheciendo. No encontraréis resguardo hasta el
final del bosque. Porqué no os quedáis. Sed mi invitado".

Mirando las cenizas esparcidas que quedaban en el suelo respondió:
"Aprecio vuestra invitación mas no puedo aceptarla. Mi diligencia
es urgente y la noche es clara. Todavía no hace tanto frío.
Cabalgaré aun por algunas horas. En verdad debo agradeceros por
haberme dado un descanso a mi peregrinación". Y montando ágilmente
en su caballo se alejó con paso lento. Aun más lento que con el que
llego, como si tuviese que llegar a un sitio al que realmente no
deseara ir.

Yo me quedé al borde del camino mirándolo alejarse y me preguntaba
qué sería aquello que el llamaba `su diligencia' y qué lo había
entristecido; porque en realidad algo le había sucedido al cruzarse
conmigo que le había embargado de una gran tristeza. La respuesta
obvia era `yo', `yo' le había sucedido. Y entonces yo también me
entristecí.

Aquella noche, en mis sueños, no dejé de escuchar aquella extraña
voz llamando mi nombre una y otra vez. Las escenas de la tarde se
repetían una tras otra en orden y desorden: la cimitarra
amenazándome, el sonido de los cascos de corcel, el humo
filtrándose entre la hojas de los árboles, la estrella luminosa,
y cada frase que ambos pronunciamos flotando en el aire. Todo
enlazándose y desatándose hasta que no pude más.

Me levanté, me vestí con ropas para un largo viaje, monté en Tarish
mi yegua y cabalgué el resto de la noche tras la sombra de aquel
individuo.

Tarish fue por mucho tiempo anterior mi única compañía. Era una
yegua negra, más negra que la noche, y fuerte, muy bien alimentada,
y veloz. Su nombre expresa algo que un instante se ve y al
siguiente ya no, como un relámpago, o una flecha, o un pez sobre
el agua. Era mi costumbre llevarla a recorrer el bosque. No
comprendo cómo fui tan necio de confinar a aquel espíritu inquieto
a los límites de la foresta. Aquella madrugada Tarish inició su
liberación.

Al amanecer llegamos al poblado pero ni amigos ni extraños habían
visto ni escuchado hablar de un jinete en capa amarilla. Nadie
sabía de quién hablaba. Luego de preguntar en las posadas locales
y a los comerciantes a la vereda del camino decidí volver.

Regresamos al bosque y empezamos a recorrerlo hacia adentro. Pronto
encontramos que huellas del corcel blanco se habían apartado del
camino y se perdían entre los árboles. Tratamos de seguir el
posible sendero con tal suerte que no fue difícil descubrir al
corcel atado a un árbol, sus alforjas en el suelo, una manta
extendida.

Súbitamente me vi desmontado y caminando sin aparente dirección
pero definitivamente dirigido por un impulso. Como si fuese
aspirado por un aliento más fuerte que mi razón. Y más súbitamente
aún me encontré frente al tronco de un árbol grande deshojado por
el viento, y en la base, miles de hojas de todas tonalidades de
amarillo, y entre ellas el guerrero escondido en su capa y su
capucha, encogido y sollozando.

"Os pasa algo, mi señor" le pregunté acercándome un poco más, y
repetí "Os pasa algo". Mas el guerrero no contestaba, como si
hubiese perdido el nexo con este mundo y divagara en un infierno
propio. Me acunclillé frente a él con la intensión de hacer que me
viera y así traerlo de vuelta al mundo real. Fallé en mi intento
al encontrarme con una profunda sombra: la capucha escondía su
rostro de tal manera que ni un solo detalle de éste se apreciaba.
Luego de un instante de vacilación vencí mi temor y me arriesgue
descubrir su cabeza.

Lo que en aquel momento descubrí no lo podrían describir ni mil
palabras. Frente a mí se presentaba el rostro de mujer más hermoso
y delicado sobre esta tierra. Sus labios eran rojos, y sus mejillas
lustrosas bañadas en lágrimas, sus negros ojos eran dos senderos
directos a la esencia de la femineidad misma, y ahh, su cabello,
su pelo era como los nidos de pequeñas aves: de muchos tonos y bien
marcados, sus cabellos iban desde el blanco hasta el negro, pasando
por el amarillo y el café, tan finos y alineados en ondulaciones
que daban al rostro un marco perfecto y luego caían sobre los
hombros como dos cascadas.

La mirada seguí perdida y las lágrimas seguían brotando. Al mirar
esto, una necesidad, un deseo inmenso me invadió y la besé en la
boca. Poco a poco la fui incorporando hasta que ambos quedamos de
pie con nuestros labios tocándose y mis brazos alrededor suyo.
Nunca, en toda mi vida, sentí o volví a sentir aquella sensación.
Entonces descubrí que en la tierra existen muchas fuerzas en acción
y que es imposible que alguien sea testigo de todas. Yo me
consideré dichoso por haber experimentado aquella sola.

Quería seguir sintiendo aquello eternamente, pero entonces otra
fuerza empezó a imponerse hasta que inexplicablemente solté mis
brazos y liberé su cuerpo. Entonces me quedé mirando su ojos y en
ellos vi su conciencia caminando hacia mí, hacia afuera. De pronto,
cuando ella ya se encontraba frente a la ventana de sus pupilas,
parpadeó. Y volvió a parpadear. Y luego me quedó mirando y abrió
los ojos mucho, mucho. Y pasó su lengua por su labios. En un
santiamén se rostro se transformó.

Debí haber adivinado, los signos eran evidentes, pero es que yo no
me encontraba en la actitud apropiada. Súbitamente levantó ambos
brazos en puño y los giró sobre su pecho de derecha a izquierda,
para luego lanzarlos contra mis pulmones. Recibí el golpe y
entonces cometí mi segundo error: agache la cabeza, y mientras lo
hacía vi venir justo hacia mis ojos una patada que tampoco pude
evitar. Lo siguiente que sentí fue mi espalda chocando
estrepitosamente contra el suelo.

El dolor exterior no era tan intenso como el que sentía en mi
orgullo herido. Hasta entonces pensaba que no tenía orgullo, que
no era una persona orgullosa; pero de pronto había sido vencido por
una mujer, y yo no había tenido oportunidad de responder. Luego
pensé que aquella dama era el mismo personaje que el día anterior
había demostrado cualidades dignas de un caballero del rey.
Entonces ya no me sentí tan mal y de un salto y un mortal, me
incorporé.

Corrí tras de ella que ya se alejaba dándome la espalda. "Deteneos,
por favor! Deteneos!" gritaba, pero ella seguía delante con paso
rápido. Con el tiempo, al pensar sobre esta escena, concluí que
aunque yo no hubiese corrido, ella, en cualquier caso hubiese
esperado por mí.

Corrí desesperadamente hasta alcanzarla. Y luego, ya estando junto
a ella, caminando junto a ella, no supe qué decir, solamente caminé
a su lado, no sin cierta dificultad para mantener su paso; y la
observé. Ella sólo parecía prestar atención al sendero, pero aunque
su rostro tenía ahora un carácter severo, determinado, en el fondo
de sus ojos se veía una nueva chispa, una esperanza renacida.

Llegamos donde ella había acampado, y sin prestarme atención, dobló
y guardó su manta y subió otra vez las alforjas al corcel. Yo, la
miraba desde el otro lado del animal. Al terminar apoyó ambos codos
sobre su lomo y se reclinó sobre él. Mirándome me dijo: "Sabéis,
debo matar un dragón".

Aquella declaración me dejó perplejo. Supuse que la hacía para
ahuyentarme. Con el tiempo concluí también que exteriormente eso
deseaba, pero aquellas palabras habían venido desde adentro y
habían sido pensadas un largo rato.

Luego de haber meditado un instante sonreí sólo un poco y pregunté:
"El dragón, ... es muy grande?". La réplica vino de inmediato y un
tanto violenta. "Sí es MUY grande. Por qué preguntáis?".

"Porque si es verdad lo que decís, y tomo tu palabra por verdad,
y además el dragón es uno grande, entonces seguramente habéis
perdido el regimiento que comandabais, y en tal caso podría
ayudaros a encontrarlo" respondí muy seriamente.

"No os burléis, estoy sola como lo estuve desde mi partida. Mi
diligencia es mi propia iniciativa...". La interrumpí. "Mi
diligencia? Mi diligencia? He oído de vos más de una vez aquella
expresión, por lo que me contáis, `tontería' sería un mejor
término". 

Ella contestó irritada "Que no os engañe mi gran paciencia con vos,
ni toméis por confidencias mis palabras. No he llegando tan lejos
para que un pebleyo ose calificar libremente mis acciones. Si
combate queréis no tenéis más que pedirlo, con gusto os cortaré la
lengua".
Con estas palabras revertió las mías: me sentí como un tonto aun
antes de acabar de oírlas. Bajé la cabeza, y hablando al suelo
dije: "Lamento haberos ofendido. En verdad he hablado sin pensar.
Lamento no haber colegido que tanta belleza debía ser compensada
con nobleza de sangre... y de espíritu. Podría saber vuestro título
para poder referirme a vos con propiedad".

Ella, con aire de complacencia contestó: "No hay necesidad. El
hecho de haber contendido ya dos veces nos acerca sólo lo
suficiente para que os diga mi nombre, mas cual es el vuestro
primero?".

Con estas palabras terminaba de aturdirme: un instante me ataca,
un instante me tienta: una rutina sin acero perfectamente
ejecutada. "Sirel" pronuncié; he hice una venia. "Mará" escuché y
otra venia acompaño el sonido.

"Basta de indulgencias, Sirel, no sé que os ha motivado a seguirme
pero os aconsejo que no lo hagáis más, volved a tu cabaña para que
yo pueda continuar mi camino".

"Tú buscáis tu destino, eso me dijisteis: nada se interpone en tu
camino, recordáis. Dejadme buscar el mío mi señora".

"Buscadlo entonces, pero no me sigáis, no sabéis a que peligro os
enfrentáis de hacerlo" dijo ella, y la entonación de sus últimas
palabras llevaba una gran carga de preocupación.

"Sabéis," contesté "anoche soñé con vos. Soñé que gritabais mi
nombre, que me llamabais".

"Lo que soñéis o dejéis de soñar no me incumbe. Los sueños... sólo
sueños son." replicó en primera instancia; luego sintió lo débil
de aquel cimiento y sacudió la cabeza como para evitar ver como las
aguas de sus sentimientos crecían al otro lado. Luego dijo:
"Además, mi cuenta con vos ya ha sido saldada" y me hizo recordar
mi derrota de antes.

"Mi destino es con vos, mi señora. Lo sé porque... solamente lo sé.
Además cualquiera, solo, contra un gran dragón... no me parece una
pelea justa."

"Nadie dijo que fuese a ser justa. Sólo deberá ser. Si a pesar de
lo que os he advertido, todavía decidís acompañarme, realmente no
puedo evitarlo. Sólo una cosa os pido: no me llaméis `mi señora',
no soy vuestra señora, ya os dije cual es mi nombre".

Así empezó pues mi peregrinación a través del país y más allá. En
compañía de Mará sentí por vez primera arena de mar bajo mis pies
y vi delfines haciendo arcos sobre el agua, uno tras otro, veloces
sobre el agua, veloces bajo el agua; y creí oír sus risas a la
distancia.

Pero eso fue muchos días después de aquel. Luego de abandonar el
dominio salimos al poblado. Allí gasté muchas de las pocas monedas
que tenía y compré cosas que creí necesarias para el viaje, entre
ellas una montura nueva para Tarish. Mará no me esperó y tomó
ventaja, pero la volví a alcanzar cerca del portón de salida, justo
para presenciar como la gente se agolpaba para ver y hablar de
aquel misterioso personaje encapuchado. Lo mismo ocurría en cada
asentamiento de gente que cruzábamos y entre los murmullos que
escuchaba al pasar varias veces distinguí frases como: "los jinetes
del Sol y la Luna", "del día y la noche", "la misión secreta que
llevan" y otras cosas que me hacían reír, por lo menos
interiormente.

No eran del todo antojadizas las descripciones que la gente nos
hacía. Pronto me di cuenta que se basaban principalmente en los
colores que Mará y yo vestíamos; Mará siempre con su capa amarilla
y su corcel blanco, Dilen se llamaba; y yo, de cuero negro, camisa
blanca de algodón y un saco largo de tela ligera de color gris
claro a plena luz del Sol, pero mas bien plateado el resto del
tiempo; y por supuesto, contaba a la azabache Tarish.

Mará dirigía y yo precedía. Cabalgábamos, pues, por senderos hechos
por hombre y por bestias, tanto en la espesura como en las
planicies. A veces debíamos desmontar por lo difícil del terreno.
Otras veces montábamos y volábamos sobre nuestros corceles. Dilen
siempre iba en la delantera porque él guiaba; pero aunque apretaba
el paso y se esforzaba por dejar atrás a Tarish, nunca lo logró.
Tarish igualaba su tranco al de él y guardábamos exacta distancia.
Ambos, ella y yo, entendíamos nuestra mutua situación.

El Otoño pasó apacible. En aquel tiempo, cada sitio nuevo al que
arribábamos estaba marcado por sus signos: el color marrón
omnipresente, y el café, y el amarillo. Aun el Sol era más tenue,
cubierto muchas veces con un delgado velo de nubes vaporosas, las
cuales se deshacían en pequeñas lloviznas matinales. El viento era
continuo aunque más bien moderado; delicado, pero constante.

Entonces despertamos un día y todo estaba diferente. El color del
cielo había cambiado; el aire estaba más pesado, más húmedo, y más
cálido. Grandes nubarrones cubrían el firmamento. El gris cubría
todo ahora.

Aquel día se hizo corto, quizá porque aclaró tarde y oscureció
temprano, o quizá porque no logramos disipar nuestras mentes del
estado de somnolencia que a todos nos dominaba aunque los truenos
retumbaban frecuentemente.

Al anochecer, alcanzamos una arboleda muy tupida, aunque las ramas
de los árboles estaban casi desnudas. Estas se entrelazaban unas
con otras, en lo alto de los troncos, de uno y otro árbol. Por un
instante tuve la impresión de que era un grupo de gigantes
petrificados justo el momento en que jugaban a la ronda.

Decidimos pues, ingresar en la arboleda ya que el viento arreciaba
y afuera no teníamos ningún resguardo contra el amenazante
temporal. Tomamos las bridas de nuestros caballos y caminamos hasta
el sitio que creímos estaba más protegido y seco. Allí tratamos de
acampar.

Pronto el cielo empezó a desplomarse en cántaros de agua y látigos
de fuego, y el sonido que producían al caer era como la ovación de
una multitud de millones. Sorpresivamente el ambiente se trastrocó
volviéndose inconsistente y helado. Nuestros caballos estaban
atados al mismo tronco y ya se habían colocado uno junto al otro
mientras la lluvia mojaba sus crines.

Yo estaba sentado sin parar de tiritar y me preguntaba si Mará
también desearía compartir su calor conmigo tanto como yo con ella
cuando por detrás y sobre mi hombro escuché, entre todo el ruido,
su dulce voz diciendo: "Está bien". Pensé que aquel sonido era
solamente el eco de mi deseo, pero al regresara a ver allí estaba
ella, de piel blanca, y entumida como yo, pero con una pequeña
sonrisa en los labios y guardando aún aquel aire de dignidad. Así
no acomodamos contra un árbol, yo detrás de ella, su espalda contra
mi pecho, mis brazos abrazando los suyos, ambos cubiertos por su
capa amarilla. Tratamos de dormir.

Narraré ahora el sueño que aquella noche tuve. Vi una pequeña hoja
de muchas puntas dando vueltas flotando en el centro de un estanque
de agua mágica, agua con pequeñas chispas luminosas. Llegó entonces
al estanque mi maestro, con una larga cabellera blanca y una túnica
que lo cubría hasta los pies. Se arrodilló, tomó agua del estanque
y la miró mientras se le escurría entre las manos. Tomó más agua
y la bebió. Luego miró el agua del estanque que se aquietaba. Y
mientras lo hacía, su reflejo se iba dibujando sobre ella. Pero él
ya no era él, sino un ave, un búho.

Entonces me acerqué a la fuente y el búho giró su cuello hacia mí
y penetrando mis ojos con los suyos dijo: "Regresé". Me acerqué
más, pero el búho tomó vuelo y en el aire volví a ver sus ojos, y
escuché: "Sal de aquí!".

Al instante desperté y percibí un ruido peculiar, diferente al de
la lluvia. "Fuego!". "Mará, fuego! El bosque se quema!". Tomé a
Mará por el brazo y la levanté. Desatamos los caballos que
relinchaban y saltaban asustados. Empezamos a abrirnos paso entre
las brazas y el humo asfixiante. Detrás de mí venía Mará, aunque
varias veces la perdí de vista entre los árboles, y entre mis
lágrimas. Al menos la escuchaba toser a corta distancia. "Mará,
estoy aquí! Mará! Mará!" gritaba sin parar para que pudiera
seguirme.

Pronto encontré una salida y grité: "Tarish, sal que aquí, corre!",
le di una palmada en la grupa y entonces regresé por Mará y Dilen.
Salimos casi arrastrándonos y a pocos pasos nos dejamos caer.
Estábamos muy magullados y jadeábamos tratando de recuperar nuestro
aliento.

Al principio pensé que el causante del incendio había sido un
relámpago. Mientras todavía luchaba por contener mis impulsos por
toser y trataba de incorporarme descubrí la verdadera causa: una
mancha negra enorme cruzaba el cielo. Me sequé las lágrimas con la
manga y entonces vi la cabeza, las alas, el cuerpo y la larga cola
de un monstruo todo negro, excepto por un brillo en su pescuezo.
"Mirad!" dije a Mará, alzando mi brazo al cielo; pero ya no estaba.
Se había ido.

A la mañana no quedaba nada. La hermosa arboleda, todos los
gigantes hermanos, el trabajo de levantar de la nada a aquellas
esbeltas criaturas silenciosas, llenas de vida, que tanto tiempo
le había costado a la Naturaleza, todo... destruido. No quedaba ni
un solo árbol en pie, sólo troncos ennegresidos y humeantes
todavía.

Me llené de tristeza y rabia, y pensé en lo horrible que se vería
mi bosque destruido así, entonces no pude contenerme y grité "No!"
y golpeé la tierra con mis puños, y maldije a aquella endemoniada
cosa del cielo. Mará se acercó y puso su mano sobre mi hombro, y
dijo: "Aquel monstruo... es Shará. Aquel monstruo es mi destino".

"Hice bien en seguiros, Mará, ahora me es claro cuál es el mío"
contesté mirándola desde mi postración. Entonces recordé lo
pernicioso de la ira desmedida, recordé a mi hermano y a mi tutor,
e hice mi mejor esfuerzo por recuperar la serenidad. Me puse de pie
mirando la arboleda frente a mí, de un extremo al otro, muy
lentamente, muy lentamente, fijándome en cada detalle de
destrucción, como si intentara grabarme aquella imagen, como para
no olvidar que tenía una deuda. Mará puso sus brazos a mi alrededor
y también miró la terrible escena.

Los animales que lograron escapar se habían ido ya, los que no lo
lograron ya estaban muertos; o eso creía, porque justamente al
terminar mi observación en el límite derecho, vi salir de detrás
de los troncos calcinados un ave volando veloz. Dio un rodeo
planeando la mayoría del tiempo y aleteando un par de veces con
fuerza cuando era necesario. "Es un búho" dije al acercarse más,
y le extendí mi brazo. De inmediato se posó sobre él.

Se trataba de un búho pequeño, pero adulto, de plumaje todo blanco
y de ojos verdes. Tenía grandes párpados, los cerraba muy
lentamente y los abría rápido. Luego de mirarnos a ambos con esos
grandes, increíbles ojos emitió aquel sonido propio de estas aves:
aquellas dos notas tan sonoras y profundas.

"Nunca había visto un búho así" dijo Mará dándole un vistazo más
de cerca. Contesté: "Yo... tampoco". En ese instante recordé mi
sueño pero lo mantuve en silencio. También en aquel instante se
reinició la lluvia, abundante pero tranquila. Y mientras el vapor
se levantaba de los leños esparcidos aún encendidos, Mará y yo nos
dedicamos a aprovechar el agua del cielo lavando las manchas de
carbón de nuestros corceles y las nuestras propias. A medio día
dejamos aquel lugar y encaminamos hacia la Costa. El búho, que
luego llamamos Ben, por sugerencia de Mará, decidió viajar con
nosotros como yo lo había supuesto. En aquella jornada al mar hice
muchas preguntas sobre Shará. Mará me habló así:

Shará es el dragón que busco matar. Shará es un monstruo despiadado
de ojos rojos y cuerpo negro, a excepción de aquella banda verde
alrededor del cuello, la cual según la creencia popular, es el
collar que la bestia rompió al escapar del Infierno y del mismo
Demonio. Cada cierto tiempo, Shará ataca nuestras ciudades, más no,
no las ataca con fuego como visteis. Se dice que Shará es sólo el
cuerpo depositario de mil almas de condenados al Averno, mil almas
que escaparon de allí con Shará, mil almas dañinas, perversas,
podridas.

La noche en que Shará vuela sobre nuestras ciudades cosas extrañas
ocurren. Hay gente que escucha carcajadas y blasfemias, amenazas,
insultos, y quién sabe qué más. Las víctimas siempre son gente
dormida, rica o pobre. Niños y adultos, mujeres y hombres, ninguno
vuelve a despertar. La enfermedad que los aniquila se manifiesta
en convulsiones y contorsiones y ematomas en todo el cuerpo.

Los hombres se sacuden cual hojas sobre el suelo cuando el viento
las arrastra. Las mujeres saltan horizontales frenéticamente sobre
sus camas, moviendo las caderas. Lo más desesperante son los gritos
apagados: los labios de los afectados siempre están cerrados, ellos
parecen no poder abrirlos hasta que perecen, entonces sus cuerpos
se relajan y sus labios se abren y muchos sólo alcanzan a decir
"Shará". Por eso "Shará" nos es equivalente a "muerte".

Shará ataca cuando le place, mas siempre a oscuras, siempre cuando
es muy difícil avistarlo; y cuando se logra hacerlo y se da la voz
de alerta ya es muy tarde, ya muchos han caído en desgracia. No hay
defensa. Shará vuela tan alto que las flechas no lo alcanzan. Y
cuando ha descendido para vomitar fuego sobre los arqueros las
flechas han sido inútiles: su piel está cubierta de escamas
impenetrables.

Cuando finalmente me pareció que Mará había terminado pregunté:
"Mará, por qué creéis que Shará destruyó la arboleda? Creéis que
sabe de nosotros?". Mará, cabalgando adelante giró rápidamente su
cuerpo a mirarme. "No digáis eso." dijo muy seriamente y un poco
aturdida, "Si Shará sabe que lo busco.. todas mis esperanzas, todas
nuestras posibilidades se anulan. Si no lo sorprendemos, si no lo
matamos mientras duerme, no tendremos oportunidades en absoluto".

"Entonces, por qué la destruyó?" insistí. Mará no volteó esta vez,
pero la escuché: "Porque era hermosa?" como una amarga sugerencia.

Pensaba todavía en lo horripilante de aquella idea, y en la maldita
suerte de Shará de habernos matado aun sin quererlo, cuando
súbitamente hice la otra pregunta que me intrigaba y tanto temía
hacer: "Mará... sabes a dónde vamos?". Luego de varios instantes
de silencio respondió: Hace mucho tiempo emprendí este viaje. Vos
veis que soy mujer, no es así?... Mas hoy me respetáis. No recibía
tal trato cuando vivía en palacio. En palacio era tratada como un
infante, como una inválida. Siempre subestimada no podía tan si
quiera vestirme sola. Mi padre nunca tuvo primogénitos, `la muerte'
alcanzó a mi madre cuando era todavía una niña.

Un padre sobreprotector es peor que la mejor celda de los
calabozos; pero aun esa celda tiene una rendija por la que se
filtra la luz. Por suerte estaba Bénedor, mago y maestro de
espadas, al servicio de mi padre. El me comprendió y me educó en
el arte del combate.

Mientras más crecía, Bénedor conversaba más a menudo con mi padre
sobre la necedad de tratarme como una ostra con su perla; así no
iba a evitar que eventualmente Shará me tomara también. Llegó el
día en que mi padre no pudo soportarlo más y lo expulsó del reino.

Un día entré en la torre de Bénedor y la encontré toda vacía, sólo
él permanecía allí mirando por la ventana. Sin regresar a verme
dijo cuanto lo lamentaba, cuanto lamentaba dejarnos, cuanto
lamentaba haber hecho a mi padre elegir entre vencer su terrible
miedo y su amistad por él, cuanto lamentaba haber perdido. Pero
también me contó un secreto, me dijo donde encontrar a Shará, me
dijo: "Shará vomita fuego, Shará sorbe nafta en el fondo pantanoso
de un valle sin laderas, al sur, muy al sur de aquí, no hay mapas
que indiquen el sitio".

Le pregunté porqué entonces no lo informaba a mi padre. Mi padre
ya lo sabía, como lo sabían todos sus caballeros. Pero hubiese sido
una tontería marchar contra aquel sitio; Shará vendría sobre ellos
y con su fuego simplemente los asaría como a puercos. Tampoco
ningún grupo de caballeros, ni caballero solo, se atrevía siquiera
a intentar acercarse a Shará encubierto.

Yo era una niña todavía. Bénedor tomó mi cabeza con su mano,
entrelazó sus dedos en mi cabello, se arrodillo, y mirándome a los
ojos me dijo: "Sé que vos iréis, sé que trataréis de matar a la
muerte. Si no hubiese sabido que nada os detendría desde el
principio, no os hubiese enseñado lo que sabéis. Solamente os pido:
esperad, esperad hasta que cumpláis edad, hasta que crezcáis y
estéis preparada". Se lo prometí, y con esas palabras y un beso en
la frente se despidió.
"Ya me veis ahora". Mará terminó.

Varios días después estábamos ya muy cerca del mar, del océano. Yo
nunca lo había visto, pero había oído hablar de él, había leído
sobre su magnificencia y su hermosura, y me fascinaba. Fácilmente
empecé a descubrir los signos de su proximidad. El suelo era
arenoso, sobre el crecían pequeñas plantas verdes que se sujetaban
entre sí por tallos también verdes y sus largas raíces; así
formaban pequeños tapetes sobre la planicie de arena. Aquí y allá
entre las dunas se levantaban altas palmeras, y palmeras cortas y
más generosas en sombra.

Era casi medio día y, aunque el Invierno ya había llegado, el Sol
se encontraba en lo más alto, brillante y caluroso. Ni Mará ni yo
queríamos detenernos en aquel semi - desierto; pero, conforme
pasaba el tiempo, e indicios más claros de la cercanía de la playa
no se presentaban, decidimos hacer un alto bajo la sombra de una
de aquellas palmeras para mojar nuestras cabezas y beber el agua
de alguno de sus frutos.

Vi como Mará, con todo desenfado usaba su lustrosa cimitarra para
abrir de un tajo los cocos. Mientras la limpiaba y la volvía a
envainar recordé las circunstancias en que había visto aquella
filosa hoja por vez primera. Pensé que, de no haber sido tan veloz
como fui entonces, quizá hubiese tenido la misma suerte que aquella
fruta. Abrimos varias y con ellas saciamos nuestra sed y la de
nuestros corceles. Ben no se encontraba a la vista.

Pensando en Ben y en mi maestro, que me había enseñado la destreza
necesaria para enfrentar aquel ataque, me aventuré entonces a
contar a Mará mi sueño mientras ella, sentada en la sombra me
escuchaba. "A la mañana siguiente como voz visteis también, Ben
apareció de entre los escombros. En realidad ambos tienen un gran
parecido, pero a pesar de tratarse de un parecido tan obvio es
también algo más sutil y general... No estoy seguro de poder
expresarme de mejor manera" acabé por decir.

"Os entiendo, Sirel, y me causa gran sorpresa porque entonces
tendríamos más en común que nuestro destino pues para mí Ben es
Benedor, de alguna manera... de alguna forma. lo es. `Ben' no es
azar es mi recuerdo hecho nombre. Aquellos ojos, tan extraños, tan
fuera de lo común, tan parecidos a los de Bénedor, no solamente en
color, sino también en... reflejo, me hablan con su voz y me dicen
"Estoy aquí, estoy aquí!" cada vez que los miro. Y en realidad no
escucho nada, pero sé que Bénedor me mira por detrás de ellos.

Luego no fue difícil suponer que Bénedor había sido mi maestro,
aunque mi hermano y yo nunca le llamamos sino "Maestro". Quién más
podría haberle enseñado a Mará a vencerme. Quién más podría haberme
enseñado a defenderme de ella. "Ataque, defensa". "El Sol, y la
Luna".

Entonces se me ocurrió algo, y al instante en los ojos de Mará vi
saltar la misma chispa. Desenvainó su sable y simultáneamente yo
descrucé mi vara de su lugar detrás de mi espalda. Mará hizo girar
su arma cual molino a su costado mientras me miraba directamente
a los ojos, luego la cruzó por encima de su cabeza haciéndola
descender por su otro costado imprimiéndole más potencia en un
movimiento muy similar al que hizo en el bosque con los puños.

Recordé esto al instante y sin pensarlo salté sobre ella, por
encima de ella, para caer en mis puños, enrollándome y levantándome
de inmediato. Al no escuchar el sonido del acero incrustándose en
el tronco de la palma me di la vuelta para verlo venir lateralmente
hacia mi cuello. Mará había girado una vuelta y media. A la media
vuelta yo había estado en el suelo, por debajo de su cintura. A la
vuelta y media me agaché, pero esta vez, delante de mí coloque la
vara: la patada quedó bloqueada.

Por cada avance que ella pensaba y ejecutaba, yo realizaba el
movimiento que lo nulificaba, y cada intento por aprovechar esa
nulificación era utilizado en mi contra para propiciar un nuevo
ataque.

Aun al calor del combate en la arena descubrí que nuestro desempeño
semejaba una danza, algo inofensivo, algo planeado y harto
repasado. Luego de varios intentos más ambos nos convencimos que
en realidad éramos como las dos diferentes caras de una moneda.
Eramos el complemento exacto de la misma técnica, del mismo arte.

El combate se detuvo, por supuesto, y un largo silencio lo
precedió. Comprendía, al igual que, supongo, lo hacía Mará, que
éramos parte de un gran plan, un plan talvez más grande que Bénedor
mismo; y esto me llenaba de asombro y admiración, pero también de
incertidumbre: no estaba seguro de poder llevar el plan a buen
término.

Al regresar a la palmera, monté a Tarish; Mará montó a Dilen y 
seguimos la marcha. Al poco rato apareció Ben en el cielo y
descendió sobre nosotros para posarse sobre el hombro de Mará.
Ambos volteamos a verlo, pero él no a nosotros. El búho, tenía su
mirada fija en la dirección de la playa.

Conforme avanzó aquella tarde, nubes negras se agruparon en el
cielo. Así, mi primera visión del mar fue en un fondo gris, casi
negro, casi al anochecer. Desmonté. Frente a mí se encontraba la
obra más grandiosa de la Creación. No pude evitar sentirme diminuto
ante aquella inmensidad. El agua ocupaba todo el espacio frente a
mí hasta el lejanísimo horizonte. Agua en movimiento, agua viva,
como un ser adormilado, pero inmensamente poderoso; como un dios.
Me dije: "He aquí otra fuerza, otra maravillosa fuerza de este
mundo".

Me senté en la arena y Mará se sentó a mi lado hombro a hombro. Me
quedé mirado las olas, pequeñas dunas de espuma blanca a lo lejos;
se elevaban y descendían; se formaban y desvanecían; luego rompían
en tumbos y se desparramaban en la arena mojada, y luego se
retiraban como una doncella retira su mano para evitar un beso.

Miré a Mará, observé su hermoso cabello, tan cerca, observé su
rostro gentil y sus facciones, y esa leve sonrisa dibujada en sus
labios que anunciaba: "Estoy viva y me alegra". Tomé su mano y le
di un beso. Ella regresó a verme y entonces pregunté: "Queréis
bañaros?". Ella asintió, aumentando aquella sonrisa. Descargamos
a nuestros corceles y los dejamos libres, nos quitamos las ropas
y caminamos al mar, muy despacio, tomados de la mano.

La arena acarició nuestros pies cansados por la larga jornada y
luego el agua, tan fresca, tan limpia. Mojamos nuestros rostros
ardidos por el Sol de aquella mañana. Tomamos agua entre los dedos
y con ella hicimos la Señal de la Cruz. Luego nos atrevimos a
entrar más y nos zambullimos. Saltando las olas nos bañamos. 

Al observar aquel rostro, aquel cuerpo, aquel cabello mojados sentí
una inmensa alegría. "Dios es tan bueno... ", pensé "que manifiesta
su belleza infinita entre nosotros los humanos".

Empezó a llover, así que salimos para evitar que nuestra ropa y
alforjas se mojaran. Y mientras caminábamos a la playa el agua  de
lluvia lavó la sal de nuestras cabezas y nuestros cuerpos. Mará se
cubrió con su capa, yo con mi sacón. 

Mirando hacia el mar, a nuestra derecha se levantaba un gran peñón.
Alforjas al hombro, nuestras ropas entre los brazos, encontramos
una cueva suficientemente grande. Encendimos una lámpara y
descubrimos que el interior era mucho mas amplio que la entrada.
Era perfecta, estaba seca, era alta, y hasta tenía ramas secas
lavadas por el mar y traídas hasta aquí por una oleada, talvez.

Encendimos una hoguera y nos secamos juntos frente a ella. Luego
entró Ben, planeando por la entrada, alenteando al aterrizar cerca
de fuego, sacudiendo su plumaje blanco. Comimos algo que teníamos
guardado y después escuchamos a Tarish y Dilen relinchando bajo la
lluvia, pidiendo entrar. Los ayudamos a cruzar hacia adentro y
luego los sepillamos mientras conversábamos.

"Contadme sobre vuestro maestro, Sirel", comenzó Mará. "Qué deseáis
saber? Si él es Bénedor, entonces ya lo conocéis." repliqué.

"Eso fue hace largo tiempo, la gente cambia. Contadme,... contadme
como lo conocisteis." insistió. Entonces comencé desde el
principio.

Mi padre siempre vivió en el bosque, con mi madre. Yo no conocía
otro sitio sino cuando él me llevaba en su carreta al pueblo a
vender leña, lo cual no ocurría muy a menudo de todas maneras. En
aquel entonces talvez tenía... cinco años.

La mayoría del tiempo lo pasaba con mi hermano jugando entre los
árboles, jugando a ser caballeros del rey montados en grandes
corceles, salvando doncellas y matando a los malos con nuestras
espadas de acero. Cuando no jugábamos, explorábamos buscando
animales: liebres, ciervos, serpientes. Mi hermano era un
rastreador experto. Le admiraba tanto.

Daniel era mayor a mi... tres años más o menos. A pesar de eso yo
siempre le ganaba a las carreras, no sé cual era la razón, yo era
más pequeño; solamente corría más rápido. Siempre me enorgullecí
de ello.

Un día, mientras cenábamos, en la ventana apareció un hombre
delgado pidiendo alojamiento. Nos dimos un gran susto, parecía un
fantasma. Apareció repentinamente y sin que nadie le oyera llegar.

Cuando mi padre se tranquilizó trató de explicarle que nosotros no
solíamos hospedar forasteros; pero el hombre, del modo más sereno
arguyó que se encontraba muy hambriento y que estaba dispuesto a
cambiar su yegua "Tarish" por unos días de alojamiento, y algo de
comida. La yegua era en verdad un gran ejemplar, pero estaba casi
tan desnutrida como su dueño. Aun así, mi padre se dejó convencer,
más por su buen corazón que por la pobre ganancia que parecía
reportarle aquel trueque.

A la semana se había ganado la simpatía de todos, a más de haber
ganado algunas libras también. Siempre elogiaba los guisos de mi
madre. Ayudaba a mi padre a cortar los árboles para la leña y en
la tarde, cuando mi padre salía a venderla, pasaba mucho tiempo con
nosotros contándonos hazañas de caballeros, leyendas, y
describiéndonos bellos sitios que decía haber visitado, entre
ellos, el mar.

Poco tiempo después mis padres salieron al pueblo con ocasión del
casamiento de la hermana de mi madre, pero nunca volvieron. Fueron
atacados por bandidos, y asesinados.

Aquel hombre cuidó de nosotros desde aquel entonces. Mi hermano y
yo le empezamos a llamar `maestro' porque nos enseñaba cosas,
muchas cosas: sobre el bosque, los animales, y las plantas; cómo
cocinar; cómo comer como los nobles, con esa elegancia; muchas
cosas. Lloramos mucho, mi hermano y yo, por mi padre y mi madre;
pero nuestro maestro nos dijo que seguramente estarían en el cielo.
Luego tuve un sueño en el que los vi a ambos, juntos, felices,
cubiertos por una luz bellísima, diciéndome: "Estáis en buenas
manos". Daniel tuvo el mismo sueño.

Así que nuestro maestro nos siguió cuidando, y protegiendo, y
enseñando por muchos años. Es extraño, con el tiempo `maestro' se
convirtió en un nombre como `Sirel' o `Mará', ya no era un título.
El se convirtió en mi padre, le quería muchísimo. No ocurrió lo
mismo con Daniel. Por alguna razón, él no pudo aceptarlo como
sustituto de mis padres y cada vez se alejó más de él... y de mí.

Daniel encontró amigos, no muy buenos, nada buenos: salteadores.
Ellos mataron a mi maestro. Debió haber sido un accidente, un
desafortunado momento; mala suerte para mi maestro, y muy mala
suerte para Daniel. El perdió el juicio y huyó. "Sabéis adonde?"
pregunté a Mará. Ella contestó encogiendo los hombros e inclinando
ligeramente la cabeza. "Aquí", me contesté, "a la Costa". Me daba
cuenta que "la Costa" era un lugar muy extenso, pero aun así tenía
la esperanza de encontrarlo.

Acabamos de acicalar a Dilen y Tarish, los acomodamos y nos
dispusimos a dormir. Se trataba de la primera vez, en largo tiempo,
que pasábamos la noche en un lugar tibio y acogedor. Este era un
sitio especial, lejos de todo y de todos, y sin embargo, en aquel
momento tenía todo lo que podría haber deseado.

Desenrrollé mi petate sobre la arena y me acosté sobre él, mientras
Mará atizaba el fuego. Miraba el techo de la cueva con los brazos
sobre la cabeza; pensaba en Mará, en la dicotomía entre su
fortaleza interior y su suavidad externa, entre la frialdad de su
razonamiento y el escondido ardor de su corazón. Entonces escuché
su voz y regresé a ser consciente.

"Seguís despierto" repitió. Me senté lentamente y asentí. "Queréis
un poco de té" continuó sosteniendo en su mano una taza de la que
brotaba vapor. "Bromeáis, amo el té" sonreí sorprendido. Es una de
las cosas que aprendí de Maestro. De pequeño me encantaba beberlo
y pretender que era noble" aseguré. "Es eso verdad?" preguntó Mará
fascinada. "Pues ahora podéis pretender nuevamente".

Se arrodilló a mi lado y sosteniendo mi cabeza me dio de beber.
Pensé que me quemaría pero no fue así. Aquel sabor me recordó
muchas cosas gratas. Cuando me di cuenta, Mará ya había puesto la
taza a un lado y, con los ojos cerrados, acercaba sus labios a los
míos. Me besó y fue recostandome sobre el petate nuevamente. Se
colocó sobre mí y muy lentamente se fue deshaciendo de la ropa que
yo todavía llevaba. Entonces me volvió a besar y con sus besos
recorrió toda mi piel transportándome a otro mundo. Luego sólo pude
sentir sus cuerpo sobre el mío, la presión y el placer.

Al día siguiente, todo me parecía un sueño, un sueño
alucinantemente hermoso. Entonces tuve un pensamiento que me
sobresaltó, pero de inmediato salió de mi memoria su tierna voz y
escuché: "No os preocupéis: el té". Fue algo muy peculiar porque
asociada a aquella voz no venía ninguna imagen, solamente aquellas
palabras en el espacio vacío; dudo que de otra manera me hubiesen
dado más alivio.

Era muy temprano en la mañana, y Mará ya se había levantado y
vestido. Los caballos ya estaban afuera y Ben ya había regresado
de su cacería nocturna. Me vestí y, mientras me lavaba el rostro,
entró Mará. Preguntó "Dormisteis bien?". Contesté "Muy bien". No
me atreví a hacer ninguna alusión sobre la noche anterior. Ella no
la hizo. Además, en aquel momento todavía pensaba que había sido
demasiado hermoso para haber sido real.

Montamos rápidamente las alforjas y empezamos a cabalgar por la
playa. El Sol debía empezar a levantarse sobre el mar detrás de las
nubes blancas que cubrían todo el firmamento. Todo el día se
mantuvo el Sol escondido creando un ambiente fresco, con una suave
brisa proveniente del mar.

Esta vez cabalgamos casi juntos, casi, cuando Mará me dijo:
"Anoche... no me contasteis como aprendisteis a hacer todas esas
piruetas". La primera palabra hizo saltar mi corazón hasta la Luna,
luego sonreí. "Ah, esa es otra historia." comenté "La acrobacia?
La acrobacia la aprendí de un duende al que ordené enseñármela
luego de adivinar su nombre... ". Así comenzamos nuestra cabalgata
entre el agua y la arena.

A los pocos días comenzaron a asomar pequeños pueblos de
pescadores. Yo me afanaba preguntando a cuantos se cruzaban con
nosotros si había entre ellos un extranjero llamado Daniel. Pronto,
Mará adoptó también mi causa y, al llegar a un asentamiento, nos
separábamos preguntando aquí y allá por mi hermano. Luego nos
reuníamos otra vez en la playa.

Nadie sabía de él. O talvez no nos lo decían. Quizá pensaban que
queríamos hacerle algún mal; o simplemente era gente sencilla que
no quería inmiscuirse en los asuntos fuera de su incumbencia. De
cualquier modo, luego de media docena de paradas estábamos a punto
de perder la esperanza cuando andando lentamente por la arena
divisamos frente a nosotros mucha gente congregada, al parecer
celebrando alguna clase de ceremonia. Todos vestidos con ropas
sencillas, raídas, pero limpias, la mayoría blancas, pantalones y
faldas largas.

Al llegar al lugar, los concurrentes descendían por la playa
precedidos por un anciano vestido de túnica blanca y cinturón de
cuerda morado. Inmediatamente detrás de él le seguía una pareja,
hombre y mujer de mediana edad. La mujer llevaba un bebé en brazos.
Cruzaron frente a nosotros prestándonos poca atención.

Mará y yo nos detuvimos mientras el hombre en túnica, el sacerdote,
se introducía en el agua hasta un poco menos que su cintura. Su
atuendo mojado flotaba al vaivén del mar. Solamente la pareja le
siguió hasta adentro, las demás personas sólo avanzaron hasta mojar
sus pies descalzos. Escasos diez pasos separaban los unos de los
otros.

El anciano extendió sus brazos al bebé y la mujer lo desenvolvió
de su manta y se lo entregó desnudo. El sacerdote tomó al niño
adecuadamente, miró al cielo, miró la criatura y le sumergió un
instante, un instante tan breve que el bebé solamente se aturdió
mínimamente, mas no lloró. Seguramente sentía que no estaba
amenazado.

La congregación no pudo menos que hacer una exclamación general de
ternura y sonreír entre ellos. Al regresar a ver a Mará, ella
también sonreía.

Luego el niño fue devuelto a sus padres y arropado nuevamente. Los
cuatro caminaron hacia afuera. Todos volvieron a cruzar frente a
nosotros, menos ordenados que en un principio, aglomerándose sobre
la pareja y el bebé, dándoles sus felicitaciones.

Nos disponíamos a reiniciar la caminata cuando, fugazmente, escuché
de una de las mujeres que hablaba con la madre: "... es un alivio
al menos." y luego dirigiéndose a la criatura con voz acorde:
"Pero, no os gusta vuestro nuevo nombre mi nené, no os gusta
vuestro nombre Daniel. Qué os pasa? Porqué tan inquieto? que lindo
nené; Daniel, que lindo nombre os han puesto".

Giré de inmediato, desmonté y caminé hacia el padre que estaba más
asequible. "Buenos días señor" saludé. "Muchas felicidades... eh...
me pareció haber escuchado que vuestro hijo, desde hoy, lleva el
nombre de Daniel? Es eso cierto?". El hombre, un poco extrañado,
contestó con cierta renuencia: "Así es mi señor `Daniel' es
correcto". De inmediato agregué: "Puedo preguntaros los motivos por
los que habéis escogido aquel nombre?".

"Vuestra pregunta es extraña, mas no tengo por qué esconderos la
respuesta. Mi hijo se llama Daniel en honor a un hombre que me
salvó la vida hace poco, él se llamaba Daniel" contestó.

"Le conocéis", pregunté.

"Le conocí ciertamente, un hombre sereno, taciturno, pero laborioso
y fuerte; sereno claro está, luego de haber...". "Luego de haber
qué?" interrumpí apresurado. El hombre contestó con aire pensativo:
"Si no lo sabéis, talvez ya no convenga que lo sepáis". Entonces
yo mismo me respondí: "Luego de que recuperó la cordura?". El
hombre me ratificó "efectivamente", mirando al cielo y tornándose
su voz repentinamente triste. Al observar esto, yo también bajé el
volumen de mi voz. "Le ha pasado algo? Ha partido?"

"Eso no os puedo decir sin antes preguntar quién sois voz. Por qué
preguntáis por él?".

"Mi nombre es Sirel, y soy hermano de Daniel. Pregunto por él por
que lo busco, porque es mi hermano y estaba perdido. Ahora, tened
a bien indicarme que ha sido de él".

"Efectivamente partió, Sirel, mas si preguntáis por el cuerpo os
diré que está allí,..." contestó el pescador, levantando el brazo
hacia el mar. "y si preguntáis por el espíritu os diré que
seguramente está allá... " y entonces levantó más el mismo brazo,
encima del horizonte, hacia el cielo cubierto, "sobre aquellas
nubes, mucho más alto".

Aquella noche el pescador nos invitó a Mará y a mí a su hogar. Nos
alimentó y alojó, en gratitud a lo que Daniel había hecho por él
y su familia. "Es poco," dijo "infinitamente poco, comparado con
sacrificar una vida por otra". Mientras estábamos sentados a la
mesa con él, su esposa, y su pequeño niño, él nos contó.

Un par de semanas atrás el día amaneció oscuro, como si Dios
hubiese echado un velo negro sobre el Sol. Aquel día, Elena, mi
esposa, me dijo "No salgáis ahora, quedaros, esposo mío", pero
pensé: "mi hijo come todos los días, sin importar el clima", así
que salí como siempre.

Daniel era de algún modo mi ayudante. Ustedes dirán: "Quién es éste
que hasta ostenta servidumbre!", pero os digo que fue Daniel quien
me pidió, quien me rogó, trabajar conmigo. Nadie había aceptado su
propuesta, todos temían que en un instante volviera el antiguo
Daniel, el desquiciado; que de pronto se pusiese a gritar o a
llorar, como solía hacerlo; pero eso nunca ocurrió, el agua de mar
le curó para siempre.

Al amanecer salíamos a lanzar las redes. Con su ayuda recogía el
doble de lo que recogía solo y era buena compañía durante el día
en la canoa. Luego de desenredar las redes, al anochecer,
simplemente se despedía cordialmente y caminaba llevando un par de
pescados a su cabaña; vivía un poco apartado, pero no tan lejos.

Aquel día, encontré a Daniel esperándome afuera. "Por qué el
retraso?" preguntó. Contesté "Elena, que teme por mí en esta
oscuridad". Recuerdo que él rió un poco, pero se quedó mirando al
cielo y al mar con malos ojos.

Al medio día, el cielo empezó a tronar y oscureció sólo un poco
más, pero el agua estaba quieta y la pesca era abundante, así que
nos quedamos.

Al atardecer recogimos las redes por última vez y entonces empezó
a llover y el viento, de repente, arreció. En un momento el
panorama se transformó; como si el mismo Dios hubiese cortado por
debajo la red que contenía una tormenta. Daniel, de inmediato,
empezó a remar, mientras yo tenía la tarea imposible de achicar el
agua, las olas y la misma lluvia amenazaban con inundar, en unos
instantes más, la barca.

"Daniel!" grité "Lanzad la pesca mar. Lanzadla pronto!". Así, ambos
nos ocupamos en tirar todo al agua, tratando de aminorar el peso,
y mantenernos a flote. Estaba enfrascado en mi tarea y tratando de
controlar mi miedo a un inminente naufragio que no me di cuenta
que, al perder el lastre, la barca se volvió inestable; y, en un
golpe de mar, se inclinó tanto sobre un costado que ambos caímos
al mar.

En el agua, el pánico me invadió paralizando mis miembros. Sabía
además que los tiburones, tormenta o no tormenta, aprovecharían sin
recelo aquel festín gratis. No los veía, pero creía sentirlos entre
mis piernas mientras luchaba por mantener mi cabeza sobre el agua
y nadar hacia la pequeña embarcación. Con cada nuevo latido de mi
corazón mis esperanzas disminuían, cada brazada que daba la barca
parecía alejarse diez, cada vez que gritaba "Auxilio!" tragaba una
nueva bocanada de agua salada. Supe que no tenía oportunidad así
que decidí darme por vencido lleno de tristeza, pensado en Elena
y en mi hijo, Daniel.

Empezaba a hundirme cuando vuestro hermano me tomó con un brazo,
tiró de mí hacia arriba y me arrastró nadando hasta la barca; luego
me ayudó a subir. Mas en el instante en que le daba yo la mano para
ayudarle, un par de mandíbulas enormes, llenas de dientes le
envistieron desde abajo y le tragaron en un par de mordidas. Yo le
vi, y le oí gritar "Dios mío!" como nunca oí gritar a nadie. No
tengo dudas que Dios le oyó.

Me quedé un momento inmóvil, pensando qué podía hacer por él, pero
pronto me di cuenta que ya nada era posible, y que sólo mi vida
entonces podía ser salvada; así que bregué y bregué por la costa
buscando entre la lluvia alguna luz que me indicara qué dirección
tomar. En la playa habían encendido una gran hoguera bajo las
palmeras para poder guiarme. Lo único que recuerdo después es la
tibieza de las lágrimas de mi mujer en mi mejilla.

Así terminó la historia el pescador; en un profundo silencio
apretando la mano de Elena de quien habían vuelo a brotar aquellas
lágrimas.

Al día siguiente partimos, agradecidos de la generosidad que habían
tenido el pescador y su esposa. Ellos nos aseguraron que éramos
nosotros quienes les habíamos dado una gran alegría al poder
compensar de alguna manera las bendiciones que mi hermano les había
brindado. Nos invitaron a quedarnos por algunos días más para que
descansásemos, pero ambos, Mará y yo nos rehusamos amablemente.
Sabíamos que si nos deteníamos, talvez no volveríamos a emprender
la marcha. Ninguno quería tener demasiado tiempo para pensar en
nuestra locura.

Al alejarnos del pueblo, en la mañana, Mará preguntó si me
encontraba bien. Me di cuenta que había cruzado muy pocas palabras
últimamente con ella y que ella pensaba que yo me encontraba
seguramente mal por la muerte de Daniel. Traté de organizar mis
pensamientos:

"Lamento que haya muerto, pero murió sabiendo exactamente lo que
hacía, salvó una vida. Yo creo que con eso repuso la vida que
extinguió. Me alegro por él, me alegro porque creo que finalmente
se liberó de su cadenas".

Seguí hablando: "Daniel está muerto, fue carne para tiburón; yo
nunca he visto ninguno... Sabéis, me doy cuenta que un tiburón es
únicamente otra criatura de la creación, un animal hambriento que
en el momento de asesinar a mi hermano solamente buscaba saciar su
apetito. En aquel acto no hubo malicia. Matar, destruir sin razón
es malicia. Shará podría tragarse viente tiburones como aquel...
".

De pronto dejé de pensar en voz alta y pregunté a Mará directamente
"Mará, no os sentís diminuta ante todo esto? Impotente?" Ella
intentó aclarar mi pregunta. "Todo esto? Os referís... ". No la
deje continuar "Sí, sí, al destino, al nuestro. No os sentís como
una hoja en la corriente".

Ella contestó: "Qué teméis Sirel. No estáis solo. Estoy yo, y está
Ben. Bénedor me decía `No intentéis llevar todo sobre vuestros
hombros, eso sí os agobiará. Si estáis en la corriente será porque
ella te llevará a donde pertenecéis. Tú no la conduces, Podéis
tratar de ir con ella o contra ella. Si vais con ella seréis parte
de ella; si vais en contra de ella sólo sentiréis vértigo. Además
tened presente que la corriente es para ti, no eres tú para la
corriente'. Te lo decía también a ti?"

Maestro lo había dicho muchas veces, la corriente era el viento:
"Mira los árboles jóvenes; sus tallos se doblan al viento, se
doblan tanto como el viento sople. Ellos se dejan llevar y el
viento los mece, ya para acá, ya para allá. Si el tallo del arbusto
fuese rígido, el viento lo arrancaría de raíz  y moriría". La idea
era la misma, sólo las palabras cambiaban.

El recuerdo de aquello me llenó por completo de nueva fuerza, dio
vida a mi cuerpo y aclaró mi mente. Mi final sólo podía se bueno,
viviere o muriere. Entonces levanté mi voz al cielo: "Arre, Tarish!
Corre! Vuela como el viento!", y agité con ánimo sus bridas.
"Bénedor vive de nuevo, Daniel es libre otra vez. Muy pronto Shará
moriréis y en el Infierno se soldará tu collar a la cadena como
antes!".

Cabalgamos con gran premura, sintiendo la brisa marina sobre en
nuestros rostros; los jinetes del Sol y la Luna, hacia un destino
de tinieblas con intensión de destruir la criatura de más grande
oscuridad.

Más allá de aquel último asentamiento todo rastro de presencia
humana desaparecía, a simple vista sólo mar y tierra en soledad,
pero siempre, cuando cabalgábamos más despacio, o cuando
desmontábamos, la vida se mostraba en infinidad de criaturas;
colonias de nerviosos cangrejos que sembraban la playa de diminutas
bolitas de arena húmeda; plantas y flores de todos los colores, más
allá de la arena desnuda a nuestra izquierda; aves, gaviotas y
cormoranes; y delfines, increíbles criaturas, peces con rostros de
niños, de piel suave, liza y brillante de color celeste, blanco y
gris, nadando saltando, riendo y jugando, como niños.

Una semana después, luego de una larga cabalgata a buen paso aquel
día, la playa terminó. Desde aquella mañana la tierra a nuestra
izquierda había empezado a levantarse por sobre el nivel del mar,
y ahora, al atardecer, el monte se cerraba frente a nosotros,
enfrentándose directamente al mar. Allí el agua pulía enormes
rocas, chocaba contra ellas con estruendo y se elevaban en el aire,
y caía como espuma.

Nos detuvimos y, al cesar totalmente el ruido de los cascos de
Dilen y Tarish, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Solamente el
murmullo del mar y el sonido del agua contra las rocas rompían el
silencio. Este silencio existía aún en el ruido inevitable, este
silencio ansiaba el mío con una intensidad verdaderamente
perceptible, me contraía el pecho y dificultaba mi respiración.

Mará tomó mi mano entre las suyas. "Qué lugar es éste?" preguntó
susurrando. "Es tétrico, no es así" le dije al oído esforzando una
sonrisa y acercando sus manos a mi corazón también amortiguado.
Entonces Ben cruzó entre nosotros aleteando fuertemente y
asustándonos de muerte. A continuación remontó en el cielo y se
perdió detrás de la colina.

Luego de haber cabalgado tanto deseábamos estirar nuestras piernas,
así que Mará y yo acordamos dejar descansar los corceles abajo
mientras ambos trepábamos por la ladera frente a nosotros para,
desde la cumbre, apreciar mejor nuestra situación. La pendiente era
escarpada, pero con un poco de esfuerzo podríamos luego a ayudar
a Dilen y Tarish a superarla. Ahora, ambos estaban agotados.

Escalamos apoyándonos en las pequeñas salientes de roca, evitando
colocar nuestras manos cerca de agujeros entre ellas, aun nuestros
guantes no nos protegerían del veneno y los colmillos de una 
culebra, nuestras botas eran más resistentes.
La ascensión fue más difícil que lo que esperábamos, aun así, con
un poco más de trabajo alcanzamos la cumbre, Mará primera, yo la
seguía unos pasos más atrás. La visión del gigantesco océano desde
aquella altura era inigualable. Ya el Sol descendía por debajo del
nivel de las densas nubes, lanzando rayos zigzagueantes, sobre las
crestas de las diminutas olas, hasta nosotros. El sonido del mar
era casi imperceptible, como algo imaginario, como una ilusión de
nuestras mentes, la portentosa imagen del agua en movimiento
necesitaba la compañía de su respectivo sonido para estar completa.

Dándoles la espalda a Mar y Sol, empezamos a caminar en sentido
contrario tratando de descubrir a dónde Ben había ido. Era algo muy
peculiar: mientras más caminábamos en aquella dirección menos cosas
se distinguían, sólo un pequeño montículo de tierra, y luego nada
más.

Saltamos juntos sobre el montículo y al instante el vértigo nos
dominó. Más allá no había tierra, no había nada. Mará resbaló y
ambos caímos sentados, sujetando polvo entre los dedos, nuestras
piernas colgando en el aire. Retrocedimos con nuestras manos hasta
una posición más segura sobre el montículo. Poco a poco la
tranquilidad retornó a nosotros y aflojamos los inútiles manojos
de tierra que tan tenazmente asíamos. Nuestras mente se
concentraron en el panorama.

Delante nuestro se encontraba una enorme depresión de tierra, un
valle oscuro, limitado por paredes gigantescas, totalmente
verticales, pero llenas de salientes puntiagudas. El valle avanzaba
hasta el límite de nuestra vista, y en el límite se elevaban otras
murallas que lo cercaban en su totalidad. La forma del valle en sí
era irregular y quebrada, formando, eso sí, un inmenso espacio
interior central cubierto, en el fondo, por densa niebla que
impedía ver el suelo, dando la impresión de que éste no existía.

"No os acerquéis más" me decía Mará, sujetándome un brazo, mientras
yo me aproximaba un poco al borde, tratando de ver el fondo.
Obedeciéndole, regresé a su lado y en voz baja le dije: "Este debe
ser el sitio, la morada de Shará". Mirándome con seriedad ella
solamente asintió con un gesto. Ahora únicamente debíamos descender
por aquellas paredes, buscar al dragón bajo la niebla, esperar que
esté dormido, y matarlo, cómo?, todavía yo no lo sabía.

De pronto, un viento helado empezó a soplar desde el valle hacia
nosotros, creciendo por momentos y obligándonos a incorporarnos.
Luego, el viento aminoró; y, por debajo de nosotros, se alzó
lentamente el horripilante rostro de Shará. Sus ojos, rojo
encendido, cada uno del tamaño de una rueda de carroza, se clavaron
directamente sobre ambos cual filosas dagas. Las llamas del
infierno bailaban dentro de sus pupilas, llenas de odio y maldad.
Su aliento nos asfixiaba, el olor a aceite de piedra quemado
invadió todo el ambiente.

Ambos desenvainamos instintivamente cuadrándonos para la
confrontación, pero entonces el dragón tomó una bocanada de aire,
y expulsó una envolvente llamarada sobre nosotros. En aquel
diminuto intervalo entre su inhalación y su exhalación, no puede
más que saltar sobre él y asirme de su oreja. Mientras, él blandía
la cabeza de un lado a lado manteniendo la llama para calcinar todo
el espacio que ocupábamos y los alrededores. Entre el humo negro
que se levantó del polvo fundido, solamente quedaba la capa de Mará
tendida en el suelo.

Shará empezó a sacudirse en el aire, tratando de librarse de mí,
mas en aquel instante, la sensación de haber perdido mi amada para
siempre me llenó de cólera, y me hizo olvidar el peligro.
Sosteníendome con ambas piernas, sujeté la caña de bambú por la
mitad y la froté entre mis manos, liberando a través de ellas toda
mi furia, y la enterré en uno de los ojos de la bestia. Grandes
trozos de rubí saltaron por los aires, mientras el monstruo
chillaba en agonía y el eco de su grito retumbaba en cada pared de
roca en el valle. Luego se retorció y sacudió con tanta violencia
que fui lanzado al aire y empecé a caer.

Mientras giraba en todas direcciones, dominado por el pánico,
escuché un grito: "No, Sirel, mi vida!". Me volteé en la dirección
del sonido, y la vi por un fugaz instante. La vi ponerse de pie
sobre el montículo, utilizando un brazo para descubrir su cuerpo
de la mágica protección de aquella capa amarilla y sujetando su
cimitarra con el otro. Puede ver sus ojos que me miraban con
inmensa tristeza; y luego, no la pude ver más.

Caía todavía, y la capa de niebla se acercaba como una espada que
debería eludir. Entonces pensé que Mará no querría verme morir
indigno: así que luché por calmarme y recuperar el equilibrio.
Respiré muy profundo, y estiré mi cuerpo sosteniendo mi sacón con
ambas manos y extendiéndolo sobre mi espalda. Ninguno de mis
esfuerzos influía en la evolución de mi movimiento; pero, de alguna
manera, me hacía sentir menos miedo, menos vértigo. Me sentía en
una postura digna para una muerte fulminante. En un instante, me
sentí totalmente libre, desligado de toda fuerza en el mundo,
fascinado con la cantidad acumulada de rapidez que mi cuerpo
poseía; al siguiente, me sentí totalmente infeliz, pensé en Mará,
y en la "diligencia inconclusa". Sonreí, y luego gemí.

Cruce la espesa niebla, esperando sentir de inmediato un dolor
seco, general, insoportable. No pude contenerme y encogí mi cuerpo,
sentí chocar contra algo fuertemente, pero no era sólido, era muy
espeso. Perdí el aliento, y todos mis miembros me reportaban dolor;
pero sumergido en esta melaza, no podía respirar, y eso era más
apremiante ahora.

Salí a la superficie de una gran piscina de alquitrán. Bregué por
la orilla y luego gateé unos pocos pasos. Allí me limpié mejor la
cara con la mano que menos me dolía y luego perdí el conocimiento.

Recobré la conciencia muy lentamente, y mientras mi mente se abría
a aquella realidad de oscuridades perdí totalmente la esperanza de
que todo eso hubiese sido un mal sueño. Lentamente confirmé mi
primera impresión de que estaba en posición invertida, boca abajo,
sujetado fuertemente por gruesas cuerdas o algo aún más áspero.
Estaba inmóvil. Mi cabeza me dolía terriblemente y mis pies y manos
estaban helados.

Miré mis alrededores. A un par de pasos quedaban, marcando el
lugar, las huellas donde me había tendido. Todo el entorno era
lóbrego y denso. La tierra era negra y la vegetación que sobre ella
crecía era extraña y hostil, las hojas de la maleza eran, en
general, dentadas y puntiagudas. Los árboles tenían ramas grises,
bifurcadas y retorcidas desde la base, no existía tronco común,
sólo un nodo a la altura del suelo, y nuevamente serpentíneas
raíces que se enterraban sólo parcialmente; raíces y ramas se
confundían unas con otras. Las hojas eran muy grandes, negras,
apenas verdes, sin fibra, como algas gelatinosas.

Levanté mi cabeza con esfuerzo y miré mi cuerpo totalmente enredado
entre las ramas de uno de aquellos arbustos; sus hojas se adherían
a mi ropa, mis botas, mis manos, y absorbían ávidamente todo el
aceite negro que las cubría. Otra vez temí, pensando que tal vez,
luego, a esta criatura le apetecería mi jugosa carne, me vi
desangrado como una pasa, e imaginé mi esqueleto confundido entre
las ramas, negro como todo, formando parte, absorbido, encajado en
aquellas gruesas ramas. Fue este pensamiento el que me pareció el
colmo de la ridiculez y me quitó todo temor. Cómo el caballero de
la Luna, el señor, amo de todo un bosque, podría morir presa de una
planta? Luego pensé en la planta y clamé: "Está bien, soltadme
ahora!" y de inmediato el árbol aflojó mis ligaduras y caí
suavemente al piso.

La sangre comenzó nuevamente a recorrer mis piernas envolviéndolas
en una placentera sensación de calor; pero también empezó a fluir
abundantemente por una herida grande en mi muslo derecho. Arranqué
una tira de mi saco y la até lo mejor que pude. Envolví otra tira
en una gruesa rama que recogí del suelo y la encendí chasqueando
mis dedos, haciendo saltar chispas entre ellos. Todos sabemos un
poco de magia.

Sin saber bien por qué, me levanté y empecé a caminar por el
sendero más fácil, a través de la maleza que rasgaba mis ropas.
Luego escuché algo y me detuve; lo escuché otra vez. Era el
inconfundible canto de un búho. "Ben! Ben! Aquí, estoy aquí!".
Grité varias veces y luego hice silencio. De pronto, entre la
espesura apareció el búho, su plumaje blanco contrastando
fuertemente con los alrededores. Se posó en una rama frente a mí,
sobre mi cabeza. Miró mis ojos y escuché en voz muy alta "Mirad!".
Entonces un torrente de imágenes cruzó por mi mente y se agotó en
un instante, luego escuché: "Debo ayudarla!" e impulsándose sobre
la rama se perdió entre el follaje nuevamente.

La cascada de visiones fue tan horrible y súbita que quedé mareado
y caí de rodillas, mi espíritu reaccionó con un torrente
equivalente de emociones que conmovió mi cuerpo en un sensación
fulminante de agonía. Luego el dolor se disipó dejándome solo un
rezago de melancolía.

Shará tenía prisionera a mi Mará; con una pata sobre ella, entre
sus garras la sujetaba, impidiéndole todo movimiento. Shará voló
hasta su cubil, tuerto y herido en el otro lado de la cara, una
marca le nacía en el orificio de la nariz y le recorría el hocico.
Voló hasta su guarida con Mará apresada; la lanzó en la tierra y
la cubrió con su garra, presionándola, asfixiándola, jugando con
ella sin matarla, como con un insecto; y esperando que durmiese,
que quedase inconsciente para jugar entonces con su alma.

Y yo, en contra de todos mis deseos, debía correr, llegar a un
sitio en la dirección opuesta. Ben me lo había mostrado, una gran
entrada cubierta por una gran roca, una gran cueva, en la pared del
valle. Era preciso, necesario. Debía confiar en Maestro, debía
cerrar mi corazón, amordazarlo para no oír sus súplicas que me
llamaban a correr al cubil para salvar a Mará. En cambio, un
pequeño búho blanco iba a intentar el rescate. Me incorporé y,
cerrando los ojos, me di un golpe en el pecho haciendo prevalecer
mi fe antes que mi pasión y corrí, con la antorcha en la mano,
alumbrándome, hacia el portal.

No sé cómo pude encontrar mi camino en aquel laberinto de
vegetación, entre la bruma y las trampas de alquitrán. Las hojas
punzantes desgarraban la tela que me vestía, dejando agujeros por
los que rozaban puntas y ramas que cortaban y envenenaban mi piel.
No sé cómo puede dar tantos y tantos pasos con mi pierna y todo mi
cuerpo en dolor y mi corazón clamando por dar la vuelta. No sé cómo
pude trepar por la escarpada pared hasta el amplio borde, justo
sobre la niebla. No sé; pero finalmente estaba delante de la gran
roca, diez veces mi altura y mil veces mi peso, cubriendo la
entrada que debía pasar.

Esta vez ya no me intimidé, esta vez sentía toda la fuerza de la
corriente respaldándome. Toda la fuerza dispuesta a obedecer mis
deseos. De pie frente a la roca, sucio y arapiento, cerré los ojos
y levanté lentamente los brazos, la antorcha, respirando muy
profundamente. Sentí que todo el aire de la Tierra entraba en mí;
no terminaba de colmarme y un cosquilleo me recorría el cuerpo
aliviando mis dolores y curando mis heridas.

Aquella fue una verdadera inspiración: pude ver lo que había pasado
y pasaba al otro lado del valle, tan claro, más claro aun que si
hubiese estado allí. Vi a Bénedor delante del dragón que levantaba
la cabeza y el largo pescuezo, inhalando y abriendo la boca en toda
su extensión. Vi al pequeño búho disparándose en picada hacia
aquella boca, y dentro; y al dragón confundido cerrar las
mandíbulas haciendo tronar los dientes; y, atorado, empezar a toser
cúmulos de humo, y blandir su largo cuello, y agitar el cuerpo,
olvidándose de Mará que escapaba de allí inadvertida.

Vi a Shará, atacado desde su interior, vomitar sangre negra que se
le escapaba por la abertura del hocico; y luego, le vi componerse,
y respirar nuevamente, y abrir la boca y expandir el gaznate, y
lanzar una bocanada de fuego al cielo; y en medio de ella, una
mancha negra que se evaporaba. Vi a Shará furioso, buscando con su
ojo bueno su presa perdida, aplastando bajo sus patas el terreno
y los árboles, frenético. Mientras Mará se escabullía fuera de su
alcance.

Exhalé todo el aire que había inhalado y las visiones
desaparecieron. Me concentré en el portal de roca y declaré: "Ha
llegado el día... ¦brete!!", sintiendo aquella fuerza emanar
controlada a través de mi voz. La roca se fue hundiendo bajo su
peso en la misma roca de su base; y reveló frente a mí una montaña
de perlas blancas escondida en las tinieblas: el tesoro del dragón.

Con la sola luz de mi antorcha y la penumbra, las perlas empezaron
a derretirse y evaporarse por cientos. La emanación de aquel
sutilísimo vapor me acarició mientras subía al cielo, donde
pertenecía, al fin libre.

Caminé hacia el filo de la roca emergiendo de la cascada blanca
ascendente, y miré abajo la mar de niebla arremolinándose lenta
sobre la punta de los sobresalientes picos de obsidiana. A lo
lejos, frente a mí, se formaba un agujero de colosales dimensiones,
una mancha oscura y vacía rodeada de niebla. Ahora la mancha vacía
era atravesada por una saeta aún más negra. El dragón remontaba la
niebla y permanecía suspendido en el aire agotando su último
impulso y girando sobre su cuerpo en mi dirección. La bestia agitó
sus largas alas con fuerza terrible alineado su inmensa mole para
darme encuentro. Mil veces más rápido que una flecha, mil veces más
letal.

Shará surcaba sobre el océano de niebla, agitándolo, revolviéndolo;
su tesoro se estaba desvaneciendo. El jinete de la Luna le esperaba
desarmado. Ni aún entonces temí, ni aun entonces. Levanté
nuevamente los brazos y los crucé sobre mi pecho apretando los
puños y susurré: "Muera la Muerte". Por detrás del más alto de los
obeliscos de roca se incorporó una silueta encapotada luciendo una
resplandeciente cota de oro sobre su pecho y empuñando una larga
hoja curva. Shará no tuvo manera ni tiempo de rehuir el ataque.

Mará, levantando su sable por todo lo alto, esperó el instante
justo en el que Shará cruzaba aquel punto, poseída también de `la
fuerza' le separó la cabeza del cuerpo como quien parte un tronco
con un hacha en un corte oblicuo; y en un giro completo de su
cuerpo, aprovechando el tremendo impulso del cuerpo decapitado,
hendió la cimitarra en la boca de la garganta descubierta asiendola
tenazmente mientras el vientre se deslizaba dividido a ambos lados
del acero.

La cabeza del monstruo se hundió en la bruma, mas el cuerpo
continuó desplazándose en el aire derramando tras de sí una lluvia
de pequeños cantos negros que también penetraban en el vaporoso
manto y se perdían para siempre.

El bólido de carne y alas finalmente fue a estrellarse furiosamente
contra la muralla de roca justo debajo de donde me encontraba
haciendo estremecer toda la tierra; resquebrajando la pared de
roca; cuarteándola a través de la caverna detrás de mí; rajándola
desde su base hasta su cima. Finalmente la mole cayó al suelo en
un segundo temblor.

Rodilla en tierra busqué con la mirada el pico que Mará había
encumbrado, pero no la pude encontrar. Reuniendo toda la serenidad
en mí, me senté sobre mis pantorrillas en el filo de la roca;
coloqué mis manos sobre mis muslos y cerré mis ojos. Empecé a
respirar suave, acompasadamente, el aire que traía ahora una brisa
leve que fluía esquivando mi cuerpo, para filtrarse por la grieta
en la muralla, produciendo un muy delicado silbido grave.

Sentado así, dirigí  toda mi atención, toda mi percepción interna
a mi amada. Mi alma clamaba por tocar, sentir, unirse con la de
Mará. Deseaba yo estar junto a ella, alrededor de ella; y sentado
así, todo esto me pareció probable... luego posible... y finalmente
real. Percibía lo que ella percibía, no con sus cinco sentidos,
sino más bien con su conciencia más profunda.

Los objetos de su pensamiento no eran imágenes, sus sentimientos
no eran sensaciones; sentimientos y pensamientos eran la misma cosa
intangible, abstracta e inmensamente hermosa por simple y perfecta.
Estaba a oscuras en su interior. Ella estaba apresurada, anhelante,
alerta, pero no preocupada. Cada vez que tropezaba yo lo sentía;
sentía su agotamiento, pero no sentía en absoluto rendición. Ahora
caminaba con paso rápido con gran prosa y determinación. Ahora
corría con ritmo. Ahora su corazón se agitaba llenándose de
expectativa; debía estar acercándose. De pronto hubo una explosión:
sorpresa y felicidad. Pensé: "Gracias Padre por haberla traído a
salvo" y retorné lentamente a mi consciencia.

Desperté escuchando "Mi vida, estáis bien?". Mará estaba detrás de
mí; sentía su mano sobre mi hombro. "En verdad así es, en verdad
me siento bien." contesté aún de rodillas, levantando mis manos
para sostener la de ella. Me ayudó a incorporarme; y luego, dejando
caer de sus manos un broquel verde, una escama del cuello del
dragón, Mará me dio un gran abrazo y yo la abracé también y pude
sentir su calor, y su corazón latir y lloré de alegría; entonces
toque sus labios con los míos y el beso se extendió fácilmente en
el tiempo hasta el amanecer.

La luz nos sorprendió aún entrelazados y nos separó. El agua de la
nueva marea alta se filtraba ruidosamente por la grieta bajo
nuestros pies e inundaba todo el valle. La niebla, por tantos años 
inmutable, se disipaba y desvanecía. La magnificente fuerza del agua 
de mar amenazaba con procurarse una entrada más amplia y hasta ahora 
nos percatábamos del peligro.

Recogimos la escama-escudo y corrimos dentro de la curva partida
buscando una salida. El torrentoso rugir del agua hacía estremecer
los cimientos de la caverna. Finalmente, por una estrecha abertura
logramos escapar a un costado de la ladera rocosa frente al océano
y luego llegar a la playa con Dilen y Tarish que corrían en círculo
y relinchaban francamente aliviados con nuestra aparición. Los
montamos y nos alejamos velozmente. Detrás de nosotros, la parte
más saliente de la colina se desmoronó hundiéndose entre la arena
floja en una avalancha hacia el valle y abriendo un gran
desfiladero por donde el agua del océano se volcó libre hacia el
interior formando así un gran lago.

Con los años aquel lago se pobló de peces, y sus murallas se
vistieron de verde vivo y hasta de flores de colores intensos, y
los crustáceos formaron colonias en las hendiduras de la roca.
Pocas personas llegaron a saber de aquel lugar tan oculto y tan
hermoso. Pero para todo esto realmente pasaron muchos años.

Nosotros recorrimos todo el camino de vuelta, por la playa, el
desierto, las llanuras y los bosques hasta llegar al mío, hasta
llegar a mi cabaña; esta vez sí, Mará aceptó pasar la noche
hospedada. Aquella tarde visitamos las tumbas de Daniel y Bénedor
y oramos por ellos; limpiamos el lugar y lo adornamos. Pero un par
de días después nos pusimos en marcha nuevamente hacia el castillo
del rey, y al llegar al portal de hierro Mará levantó su voz y
dijo: "Abrid, que la hija del rey a vuelto, y con victoria. La
hazaña que no podía ser hecha yo la he logrado: Shará, la Muerte,
a muerto al fin".

El puente fue descendido y la reja levantada. El rey mismo salió
a darnos el encuentro y colmó de besos a su hija. Luego el cantar
de trompetas se escuchó en toda la comarca y se organizó un gran
banquete. Allí, Mará relató la manera como habíamos derrotado al
dragón y presentó como prueba concluyente el verde escama-escudo,
dejando perplejos a todos, aniquilando toda incredulidad. 

Nadie desaprobó que hubiesen sido una mujer y un plebeyo los que
terminaron con aquel terror viviente. Todos, en realidad, nos
admiraban y agradecían abundantemente que nos hayamos deshecho del
monstruo. El propio rey nos nombró: dama y caballero
respectivamente y así anunció en forma tácita la aprobación de
nuestra unión. Trovadores y poetas escribieron baldas contando como
la princesa, la dama vestida de capa, Mará, cortó la garganta a la
bestia, la plaga, la muerte encarnada, Shará.

Aun así, tampoco aquí permanecimos mucho tiempo. Con la venia del
su majestad, y muy a pesar suyo, pocas semanas después de nuestra
llegada, Mará y yo partimos otra vez sin que nadie supiera cual era
nuestra dirección. Ni siquiera nosotros la sabíamos, pero
eventualmente tuvimos muchas. 

Viajamos mucho, vimos y escuchamos mucho; y finalmente encontramos
un lugar que nos pedía quedarnos con tanta fuerza que no pudimos
resistirnos, era un castillo y un pueblo apartados del resto del
mundo. Un sitio un tanto extraño, en el que la gente es
sobradamente amigable y obsequia pequeñas estatuas de madera a sus
visitantes. El castillo tiene un gran ventanal con una flor blanca
grabada en él. También tiene una gran chimenea.